Cuentos

Desvelo

Tras acostarme, los primeros minutos intento quedarme quieta. El miedo de mover mi cuerpo un centímetro y sentir el frío que domina el colchón es mayor que las ganas de voltearme. Solo muevo mis pies, frotando la planta de uno sobre el empeine del otro, dos insectos juguetones en busca de calor.

Si no tengo mucho en la cabeza puedo quedarme dormida en minutos. Pero en las noches largas, en las que la aurora me alcanza antes que el sueño y la almohada se recalienta bajo mi nuca, escucho con alarmante claridad las alarmas de los carros, que me acompañan como el  cantar de las cigarras al intentar conciliar el sueño.

Cuando no puedo dormir se me inunda la cabeza con imágenes perdidas. Pienso en las larvas que encontró mamá en el piso de la cocina y que nadie le ayudó a limpiar. Nos mandó un video recogiéndolas, como diciendo “Nadie me ayuda en esta casa, hasta esto lo tengo que hacer  yo”. En realidad, no creo que nadie más se hubiese atrevido a recogerlas. Pienso en las hormigas ocupando mis pies. En las mariposas cafés que se posan sobre los ventanales durante la noche y desaparecen por la mañana. 

En la mitad de la cama, con los brazos intermitentes entre el pecho y el estómago, siento cómo el contenido del hueco azul se derrama desde mi esternón, hasta bañar el resto de mis órganos y alcanzar mis ojos. Desbordándose por el rabillo, llega a mis orejas y vuelve a entrar en mí.

Al principio solo eran lágrimas. Las dejé correr a su antojo por mi rostro. Las dejé deslizarse y recorrer mis mejillas como hormigas, una detrás de la otra, en una procesión sin fin. 

Estuviese en la fila del súper, en el metro, trabajando, leyendo, mirando noticias, como una gotera mal tapada. Las manos sudorosas hacían que se me resbalaran las cosas de la manos. Mi dieta, una mezcla patética de galletas de soda y café instantáneo. Me entran náuseas al sentarme a comer. Las noches en las que la tristeza se pegaba a mí como una sanguijuela, observaba el cielo y se me hacía que las estrellas brillaban más. Competían con la luz cegadora de los postes de luz al costado de la calle. 

Me llama Luis del trabajo. “Todos están preocupados porque no apareciste en la oficina” “…” “¿Vas a renunciar?” “No sé”. “Esta vez te la van a dejar pasar. Pero si no vas a venir más, tenés que avisar. Son mínimo 15 días, ¿eh? Acordate”. La línea se corta.

Pensar que si renunciaba tenía que seguir yendo durante 15 días a la oficina, me ahogaba. 

De noche,

Bi-Bi-Bi

Biu-Biu-Biu

Uuuah-Uuuah-Uuuah

Pi-Pi-Pi-Pi

Me incorporo en la cama lo suficiente para mirar por la ventana. Me llega el tenue resplandor amarillo de las luces del parqueadero frente al edificio. El carro de las ventanas polarizadas tiembla en mitad de la noche. Freno de emergencia hasta el fondo. Seguros puestos. Asientos reclinados. Ventanas empañadas. De vez en cuando, un bocinazo por accidente. Al igual que las cigarras, las alarmas de los carros suenan con más insistencia durante el verano. 

Tras unos minutos, una pareja joven se baja del carro. Se toman de la mano y desaparecen entre risitas.  Algo se remueve en el hueco. Aunque debería dejar de decirle así. En realidad, el hueco también es mi madriguera. 

Pero que haya algo dentro mío, donde no se qué hay y qué se esconde, me pone bastante nerviosa. Siento que hay algo malo. Así que cuando salgo, me aseguro de cerrar con fuerza la entrada para que no se escape nada. Me atemoriza que en cualquier momento alguien levante por accidente la tapa y broten súbitamente las cosas más horribles que guardo. 

Cierro la cortina y me recuesto de nuevo en la cama. La sombra juguetona de las ramas de los árboles se refleja en el techo. Una luz naranja invade el cuarto. Se escucha un murmullo tímido, como de alas, patas diminutas que se mueven con impaciencia. Pienso en las larvas. Los insectos suelen ser silenciosos, pero cuando hay muchos juntos, es imposible ignorarlos.

Intento quedarme dormida, pero el murmullo no para. Cierro los ojos y trato de concentrarme. En mi mente, psique, alma, o lo que sea que sea, veo una puerta. 

La entrada es grande. Dentro está oscuro y no hay interruptor de luz. El olor a humedad y encierro me invade. Al principio es fácil caminar, pero a medida que me adentro, la oscuridad y el frío crecen. Pienso en volver sobre mis pasos y regresar al inicio. No quiero perderme. 

Sigo caminando y el murmullo crece. 

En las paredes hay colgados marcos con viejas fotografías. Atiborrados en las esquinas hay varias cómodas con los cajones abiertos, algunos desperdigados por el suelo.  

Veo lápices de colores, virutas de borrador, fotos tiradas. Y otras cosas que no logro identificar.

Me agacho para examinar mejor el contenido de algunos cajones. Mirando esos objetos lejanos, el tiempo se detiene.

Me empiezan a doler las pantorrillas de estar agachada, así que me paro y sigo caminando. 

No hay bifurcaciones, es solo un camino recto y oscuro. 

Volteo un momento y distingo el punto de luz que ahora es la entrada. “¿Cuánto tiempo llevo dentro?”. Sigo caminando. 

El contorno de las cosas se difumina en la oscuridad hasta volverse invisible. Tirito del frío, doy de frente con una pared y una puerta pequeña. Una puertecita tosca, con las bisagras oxidadas y de marco redondeado. El murmullo de la entrada parece venir de adentro.

Me agacho y jalo del pomo de la puertecita. Meto el brazo poco a poco, hasta quedar boca abajo, sumergida hasta el hombro. Con las puntas de los dedos rozo un montículo caliente y viscoso, levemente peludo, que se estremece de arriba a abajo. Me incorporo y lo acerco a mi cara. Está cubierto por diminutas larvas. Entre el moco que lo cubre, asoma lo que parecen extremidades humanas de tamaño imposible. 

Antes de poder entender qué tengo entre mis manos, una mano negra y delgada sale por la puertecilla y me agarra de la muñeca con fuerza. Con mi mano libre, le doy un manotón, cierro la puertecilla de un portazo, y echo a correr.

La mano negra va trás de mí, succionandome hacia atrás. Se arrastra y se lleva todo por delante. Caen los marcos al suelo y estalla el vidrio en miles de pedazos. Me arde la garganta, las piernas, el pecho, lloro del agotamiento, escupo, grito ayuda. A cada zancada roza mis tobillos con sus uñas largas y sucias. El corazón me va a agujerear el pecho. Estoy a pocos metros de la entrada, lanzo el montículo hacia afuera, pero no alcanza a pasar del marco y lo pateo al pasar. Suelta un leve alarido y vuela por el aire hasta perderse. Sigo corriendo hacia la luz, hasta desaparecer.  

Me encuentro acostada boca abajo y no logro respirar. Atolondrada, intento recuperar el control de mi cuerpo, al menos de mi cuello y tomar un poco de aire. La alarma de mi celular llega como una bendición y mi cerebro retoma el control. Me giro hacia la ventana, agarro el celular de la mesita de noche, apago la alarma. Un tenue rayo de luz me pega en el rostro. 

Más de diez notificaciones con mensajes de “felicitaciones” inundan mi celular. Tengo una llamada perdida de Luis. Son las 10:00 am del martes. Le marco de vuelta. 

“Felicitaciones por el ascenso. No sabía que aplicaste a un nuevo cargo”.

Corto la llamada sin responder nada y cierro los ojos. Golpeo mi pecho como llamando a la puerta, sin respuesta. Solo el ruido seco que producen los lugares en los que ya no queda nada.

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