Día a día: la cotidianidad.

14.09.2024

Domingo.

Encontré un lugar para mudarme. Un viejo apartamento sobre Av. de Mayo, a la altura 1460. La ubicación es central, con fácil acceso al subte (la estación queda justo en frente).

Ayer pasé las últimas horas de la tarde en el cuarto que comparto con Jennifer. Es una chica reservada, más o menos de mi altura, muy delgada, del sur del país. Tiene el pelo negro, usa unas gafas de montura negra que le ocupan casi toda la cara, es pálida. Suele estar en la habitación concentrada en su laptop, haciendo no sé muy bien qué cosa. Nuestras interacciones se limitan a saludarnos al entrar y salir del cuarto. Poco más.

En la cocina conocí a Isotta. Una chica italiana de 21 años que vino de intercambio a Buenos Aires por un año. Habla muy bien el español, no tiene acento. Estudia Ciencias Políticas y le gustaría ejercer de diplomática algún día. Con ella pude hablar un poco más, hicimos migas en la cocina quejándonos de la renta y la falta de suplementos como el papel higiénico, jabón de manos, de cocina, toallas de cocina, etc. en el apartamento. Ella se queda en una habitación individual. Yo también estoy considerando pasarme a un cuarto sola. Tengo hábitos que pueden chocar con las demás chicas. No se.

Estuve pensando que es una lástima que la estadía mínima sean 3 meses. Me siento limitada para moverme como me gusta (será así toda la adultez? una limitación tras otra por esto o aquello, un enredo sin fin…) Aunque también puede que un mes en Buenos Aires no sea suficiente. Tal vez me convenga pasar tres meses en la ciudad antes de pasarme a conocer otras provincias. Si no vuelvo a casa para navidad, podría pasar las fiestas en una playa o en un lugar más cálido que la ciudad…total en esa época se viene el verano. Sería lindo estar en la playa.

Tras una semana en BA siento que me ha sido difícil conocer gente. Ni siquiera asistí a un solo walking tour de los que programé antes de venir. Estuve haciendo todas las demás vueltas.

19.09.2024

Viernes

Ayer al volver del museo Malba, caí en cuenta, o, más bien, me di cuenta tras pasar una hora o poco más en el celular al volver a casa, lo aislante que llegan a ser las redes sociales. Quiero decir, aún más de lo que ya sé que son. Sentí miedo porque tras pasar una hora y algo más haciendo scroll por Instagram sin objetivo alguno, los sentimientos que experimenté tras visitar y caminar las exposiciones del museo, estaban casi ya del todo desvanecidas. Sentí miedo.

Pensé, “es tan fácil alejarse de los sentimientos grandes. Es fácil enredarse en el celular, perder el sentido en pensamientos grandilocuentes. En realidad, perder la consciencia y perder…el camino, sobretodo… las redes terminan siendo no más que una vía de escape fácil y rápida para perderse a sí mismo. A veces tengo miedo de perderme en ellas, acaso no será ese el objetivo de las mismas, que nos perdamos sin mirar atrás.

Más

Anhelo

Trás dos o tres semanas sola, y en constante movimiento, la quietud ha llegado a mis pensamientos. He estado pensando en quedarme quieta. Siempre en movimiento, se me hace que nada es profundo, salvo la relación conmigo misma. He estado buscando la quietud, la monotonía de lo cotidiano.  La idea vino a mi al caminar entre las pintorescas casitas de San Martin de Los Andes, un pequeño pueblo turístico al sur de Argentina, rodeado de lagos y montañas para días. Es ese tipo de pueblos que se escoge para escapadas de fin de semana con amigas, una pareja o la familia. Excepto que, sin excepción y por elección propia, estaba sola.  El pensamiento me asalta al ver un jardín bien decorado, o cuando alcanzo a espiar una biblioteca a través de una ventana mal tapada (y un poco de punta de pies. Sí, ¿está mal mirar dentro de las casas ajenas?). Cuando siempre estás en movimiento, puede resultar imposible tener un jardín, una huerta. Cuando no estás quieto, no podés decorar una casa, escoger los manteles, renovar la cocina, enojarte porque los cubiertos no están guardados. No podés comprar ropa nueva, tener una colección de miniaturas, ni una biblioteca.  No tenés una vieja casona de tejas rojas y rebocado amarillo, la fachada exterior carcomida por la humedad y el pasar de los largos, largos años; donde recibir a los amigos que viajan, van de paso, y no has visto en años. No tenés amigos con los que cenar una vez al mes, acogidos por la calidez del conocimiento mutuo.  Suena el timbre, se grita un “ya voy”: la casona se convierte en hogar. A la luz de las velas, largas y delgadas, está puesta la mesa, con un florero como centro de. Se sientan en rededor, y a pesar de la quietud, el mundo interior se ve disruptido, entra el calor, las paredes, antes indiferentes, se tornan cálidas.  Tal vez sea mi incapacidad de formar lazos profundos con las personas que conozco hace menos de media hora. Tal vez porque me han enseñado a no confiar en los extraños, o porque soy mujer y viajo sola, o soy incapaz de formar amistad tras cruzar una o dos palabras. No puedo llevar mi hogar a cuestas, colgando a medias de mis hombros, destartalándose a cada paso. Lo dejo atrás. No puedo tenerlo todo. Quisiera saber cómo quedarme quieta, Me gustaría poder decir: todos los veranos con mi familia íbamos a X y Y lugar y hacíamos tal y cuál cosa y así capaz me sentiría un poco más significativa y podría decir: “soy este tipo de persona”.  Pero no conozco más que este cambio constante, de individuos, lugares y multitudes. No soy más que este constante ir y venir, esté vaivén de amores y odios, de indecisión y distracción.  

2017-2025: dinero

También me zumban los oídos. Hoy subí a casa caminando porque no tenía dinero para el bus…

Verano Serú

Este verano, con la ventana cerrada y el ventilador en su máxima potencia, no alcancé a escuchar el titilar de las cigarras al caer la noche. 

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