Desde que llegué a este país me ronda en la cabeza hace un tiempo, mientras me re-familiarizo con los olores, sabores, sensaciones y lugares, que las cosas que encontramos bellas, sabrosas o cálidas, no son más que las cosas familiares a las que estamos acostumbrados y guardamos muy dentro nuestro.
Pienso en cómo entre mis hermanas, mamá y yo, criticábamos la repostería y demás sabores colombianos. Con tanta agudeza, como si fuésemos expertas en cultura o gastronomía. Pienso, que lo que en realidad podríamos haber estado buscando, son los sabores familiares de nuestra infancia.
Así es con todo en la vida. Cuando pruebo cualquier golosina, buena, cara o barata, todas me gustan. Cuando nos enamoramos, cuando hacemos amigos, o formamos una familia, orbitamos inconscientemente hacia lo familiar. Todas están impregnadas de esa sazón que se repite como una secuencia. Nos movemos hacia las cosas familiares que en algún momento nos trajeron felicidad.
Escribo lo anterior y me viene a la mente lo mucho que me gustan las comidas por completo ajenas a la cultura en la que crecí. Comidas como:
- El kimchi
- El Pho
- El rábano encurtido
- El ramen
Todos platos ajenos a la sazón con la que formé mi paladar durante esa primera infancia. Son ahora parte de una segunda o tercera parte de mi vida. Como el tiempo que anhelé ir a Corea y el tiempo que anduve allá. Aunque no siempre fui feliz, y no siempre me sentí recogida. Aún así ahora es un lugar familiar para mi. Con sus casas de tejas negras, y sus edificios altos. Las calles amplias, y las colinas estrechas en los barrios. Lo familiar no necesariamente es lo feliz. Orbitamos hacia lo conocido, aunque sea malo.